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lunes, 19 de marzo de 2012

Crónica de un loco

Todos me llaman Ángela.  La mayor parte del tiempo estoy  viajando a sitios muy lejanos.  Lugares que no se encuentran en un mapa. En los libros sí. En el marco de papel están los sitios. Muchos. Infinitos.  A pesar de que son personas diferentes que los escriben. Que a su vez no se conocen. Que se llevan siglos de distancia en la existencia.  Y a pesar de eso,  todos hablan de lo mismo: de ese lugar sin nombre. 

El problema comienza cuando el lugar te atrapa, y no hay distancia entre el mundo, y ese lugar que no pertenece a un mapa. Entonces uno se pierde. Se pierde para los otros. Porque la verdad es que uno está muy bien. No es que allí siempre sea todo bello. No. Pero sin dudas siempre es mejor que en la tierra.

Es cierto que usted me ve ahora vistiendo ropas harapientas. Que estoy encerrada aquí, en un sitio gris. “Lleno de locos”. ¿Sabe qué?, ¿puedo decirle algo?  Yo no sé quién está loco.

Hace un tiempo quise volver allí.  Afuera. A las calles. A una casa. A trabajar. Quise dejar de ser una loca Quise salir de aquí. Un día desperté  y me dije, ¡vamos!,  ya es hora de marcharse.  Entonces comencé a actuar normal. Seguí las indicaciones del doctor. Y al mes me dieron el alta.

 Había sido tan larga mi estadía  aquí que había olvidado las razones por las que había llegado.  Crucé las puertas de la institución, caminé varias calles hacia abajo, y allí estaba: La Colonia, tan maciza y tan formada como siempre. De un orden solemne.

Antes de buscar un sitio para dormir quise pasar por la iglesia de la ciudad. Me haría bien compartir unas palabras con el padre. Lo esperé una hora entera.  Rezaba de rodillas, bajo una luz muerta, y una cruz de madera y mármol. De ojos cerrados movía la boca y balbuceaba con sus manos. Suplicaba. Las manos juntas. Palma con palma.  Cuando terminó se me acercó. Parecía amable, entonces quise contarle algo que me habían ocurrido en la institución.

-Padre he visto a Dios.

-Eso es imposible – se limitó a contestar- .

-De verdad padre, le he visto. Se parece a mí.

-¿Cómo puede decir eso? Es pecado andar por allí diciendo que uno se parece a  Dios. Faltaba más.  Dios es un ser divino. Nosotros no. Somos finitos, de carne y hueso. Somos débiles. Sufrimos.  Amamos. Nos equivocamos.  La equivocación, eso es lo que nos diferencia de Dios. Sí, la equivocación.  Es por eso hija, que debemos rezarle.   Dirigir la mirada hacia arriba. Porque aquí estamos en el eslabón más abajo. Y él está allí arriba observando todo.

-¿Arriba? ¿Arriba dónde?  Yo no lo veo.

-Hija, Dios no se ve. Dios se siente. Es omnipresente, eso quiere decir que está en todas partes, ¿entiende?

-La verdad que no, padre. Yo soy Dios. Y todos son.  Las mujeres. Yo he visto a Dios en ellas. Y los hombres, también. Basta un instante de descuido.  En la mirada ellos…

-¿En mujeres? !Qué esperanza! No puede decir estas cosas. Las mujeres son diabólicas. Usted las ve caminando, cuando bajan la mirada. Cuando ellas bajan la mirada le están echando un maleficio.  ¿ No las ha visto? ¿ No se ha observado a usted misma?

-¿Un maleficio?

-Sí, hija, un maleficio.  Tienes que tener cuidado. Y los hombres, nosotros. !Ja! No le llegamos ni al medio dedo del pie.

-Por favor, hija, rece mucho. Pida perdón.

Confundida salí de la iglesia. Tenía que ir a comprar algo para comer entonces entré a un mercado. Las personas parecían sedadas. Todos caminaban arrastrando un carrito junto a sus ojeras.
Todo era bello. Medido. Ordenado.
Las verduras en un sitio.
Las frutas en otro.
Todo para el baño en otro.
La carne. La mirada de un chancho encerrado en una vitrina con una naranja en la boca.
Pollos pelados. Destrozados. Una pata. Un muslo. ¿O prefiere el pecho del animal?
Un churrasco. Y el sticker de una vaquita sonriendo en una pradera al lado de su amiguito el chanchito. Felices.

Todos hacen fila. La caja atendida por personas que simulan ser androides. O androides que simulan ser personas.'
Un anciano se siente mal.
Apenas puede con el bastón y su carro.
Nadie lo ve.
Imposible en piloto automático.

(Continuará en la siguiente entrada)

miércoles, 7 de marzo de 2012

No sabe


Cuando estaba en el marco de la puerta no supo qué tenía, qué quería o que haría; ¿subir una escalera?, ¿bajarla?, ¿treparse? Deber. Querer. Hacer.

No supo si quería asomarme a la ventana y contemplarlo todo para luego pintarlo en un lienzo más grande que su cuerpo, y que los manchones fuesen la voz que el paisaje proyectaba.

No supo si subir corriendo las escaleras y quedarse mirando las cometas revolotear.

Tal vez agacharse a la altura de un niño pequeño y con la mirada contarle que todo iba a estar bien; que cuando se mide un metro más todavía se puede conservar la sonrisa.

Pensó que podía enfocar, iluminar y vestir un espacio para convertirlo en otro.

Se vio dispuesto a habitar con una torre de libros, y un poco de ron por las noches de invierno.

Caminar por calles desconocidas, encubiertas y revelarlas a través de su cámara de fotos. A través de líneas que le dictaran sus impresiones.

Quiso conocer cada planta y flor y saber cuidar de ellas. Preferió inventarse historias y escuchar otras.

Pasarse la vida disfrutando de mezclar colores en un plato.
Perejil, ajo, morrón.

Supuso ayudar. Construir un espacio y personajes que se movieran en él; una historia. Debió inventar.

Pensó en zambullirme y nadar, pero todavía no sabía en dónde. Miró el reloj de su muñeca y supo que transitar el mundo sin inventarse un lenguaje propio sería imposible.
Que construirlo sería difícil.
Y que conseguirlo sería el signo de un compromiso mayor.