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miércoles, 29 de febrero de 2012

El baile


Querido Parker:

                          Te escribo para contarte lo que pasó anoche mientras te encontrabas en un estado asqueroso, un estado que no creo que quieras recordar, menos que menos repetir.  Te hallabas con el ron derramado sobre el traje, la baba te salía por la boca y  estabas desmayado en el sótano de la casa, mientras Thomson se embriagaba con tu whisky escocés y con tu mujer. 

La noche fue confusa, sobre todo porque fue saltando de una sorpresa a la otra. Luego de la llegada de ese tipo que se apellida con la letra D, que ahora no puedo recordar más que al pronunciarlo sonaba como “Dalstanaja” o algo parecido, escuchamos un disparo. Pero enseguida apareció Merlina vestida de blanco, pequeña y tan tierna que captó la atención de todos. Y la noche continuó, como si el disparo jamás hubiese ocurrido. No existió, porque así lo quisimos. Y  yo me sentí tan culpable por no haberte defendido ante Thomson, pero, más que nada, por no haberte defendido de tu mujer.

 Después de que se acabó el whisky, tuve que ir a la bodega a buscar vino. ¿Te acordás de ese vino de 1945?  Tan heroicos eran los hombres de aquel tiempo, podía ser el último vino y lo único que habías tenido de un héroe de guerra. Quizá del único hombre que te interesaba. Flaco, alto, de pelo blanco, siempre atento y honesto. Podría haber sido tu padre, con el uniforme impecable y los zapatos negros y brillantes que combinaban con su sonrisa de marinero.  Quizá hubiese sido el único que podría haber detenido los disparos. O, por lo menos, la mirada desatenta hacia la niña simpática que vestía de blanco. 

El festejo resultó insólito. Luego llegó el tío Sam, el alma y el galán de todas las fiestas. ¿Será  posible que un par de trucos de baile le garanticen a un hombre compañía para toda una noche? No podré olvidar los pies repiqueteando contra el piso, emitiendo un sonido como “tap- tap- tarapa- tap- tap- tap”.

 Y vos te preguntarías, ¿qué pasaría si esos zapatos dejarán de bailar? Para Lucy la fiesta continuaría, ¿pero para las demás mujeres? Aquellas que no habían tenido la suerte de compartir la cama con el galán tratarían de convencer a cualquiera de que se sentían tan contentas como si ningún hombre guapetón hubiese pasado por allí.Volverían a sus hogares a dormir con sus esposos gordos,  tratando de concebir el sueño mientras los ronquidos acompañados con olor al alcohol empañaban el ambiente.

 Pero lo importante, lo que no quería que se me escapara de las manos, y que no podría permitirme olvidar contarte, es que Juan, tu hijo, se había encerrado esa noche a escribir con una botella de licor y una caja de habanos.

 Al subir las escaleras para ir a recoger los abrigos a la habitación sentí el olor a humo saliendo por debajo de la puerta. Entré, por un segundo pensé que tal vez algo se estaba prendiendo fuego. El lugar olía a resentimiento. ¿Tal vez la cama destendida, y las almohadas en el suelo eran señal de que por allí había pasado una mujer?  Cualquier hombre de mi edad pensaría que es ridículo que un niño de quince años haya tenido una noche enardecida y luego se permitiese escribir tomando licor y fumando habanos. 

Cuando entré a la habitación siguió tieso, mirando la pantalla y tecleando sin parar, como si nadie hubiese irrumpido en la habitación. Lo respeté, ¿por qué lo hice? Tal vez por los recuerdos; las palabras  de la tía Carolina años atrás pidiendo que por favor creciéramos de una vez me hizo enternecerme con la situación. Todos sabían que la tía estaba loca, pero ¿si había tenido razón? Al fin y al cabo, cuanto más rápido uno pudiese madurar, mejor, se ahorraría  golpizas de la vida. 

Al fin de cuentas nadie quería ver el cadáver que había arrastrado al bosque. Nadie quería saber quién era. Quién había sido. Todos querían bailar. Esperar al otro día. Al sol. La luz. Sí, la luz. Los rayos de sol borraban la oscuridad. !Qué fácil que había sido!

Y así todos olvidaron al despertar.
Así todos te olvidaron.

Thomson.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Tierra Presente


¿Cuándo aparecerás por mi ventana? Ya es tarde. Una, dos, tres veces al día te me apareces robándome el tiempo.

 Hay varias preguntas que se repiten: ¿Dónde estás? ¿Qué estarás haciendo? ¿En qué estarás pensando? ¿Cuál es el paisaje? ¿Te acordarás de mí? ¿Me habrás olvidado?  Y la más importante: ¿ Seguirás vivo?


Camino, siempre camino. La lluvia te  trae y te arrastra hacia mí. También recuerdo a un amigo que ama la lluvia porque cuando era pequeño pintaba los días de tormenta.  Supongo que por eso no se hizo pintor. Porque mientras pintaba amaba la lluvia y no la pintura.


 ¿Sabes qué creo? Que no importa que no estés fisicamente, en poco tiempo te convertirías en una molestia humana. Todos los humanos generamos molestias. Sí, ya sé que ahora es distinto. Que el mundo  es otra cosa.  Todos sabíamos que esto iba a suceder, pero nadie se lo tomó en serio. Sólo algunos, muy pocos. Todos decían: habrán cambios, pero continuaban con sus actividades. No te imaginas cómo extraño los árboles, los bosques, las flores, los animales.


 Todas las noches tengo el mismo sueño, encuentro una flor detrás de un cuadro, del único cuadro que hay dentro de este cubículo que se ha convertido en mi hogar. La flor me habla del egoísmo y cuando culmina su monólogo se marchita. Mi piel se endurece, y luego se resquebraja. Me hago de piedra. Y luego cenizas. Dos veces por semana voy a los invernáculos a buscar mis dosis de oxigeno. Por suerte existieron esos pocos que se ocuparon de mantener las plantas vivas. Un micro ecosistema; una genialidad que mantiene a los pocos que quedamos con vida. Con vida digo, con un poco de ella. 


Es difícil encontrar un sentido a todo esto, para empezar es poco lo que se puede pensar, uno tiene que sobrevivir. Intentar mantenerse a salvo día tras día. ¿Para qué? Nadie sabe. Una construcción del Universo.  Una lección para ateos y cristianos. Eso es lo que se debate debajo de algunas pocas y minúsculas conversaciones. 


Parece que si conseguimos restablecer este mundo, si logramos regresarlo a la vida más limpia y prehistórica, entonces ese Dios de los que tantos han hablado no existe. Por otro lado, hay muchos cristianos por aquí que no se movilizan porque dicen es una lección de Dios. En otras palabras, no creen que consigamos resurgir por nosotros mismos. “Sólo un milagro podría salvarnos, sólo un milagro”.  


 No sé muy bien de qué hablan cuando mencionan los milagros, y dado nuestro entorno es poco lo que nuestros débiles cuerpos nos permiten decir. La boca se seca muy rápido. El cuerpo se cansa. Y el cerebro apenas logra ocuparse de las necesidades básicas. Que cómo escribo esto, desde el invernáculo. No soy yo quien escribe, son ellas que desean hacerlo. Me suplican cada vez que vengo que escriba contando esto que sucede, y que supongo, pase lo que pase nadie recordará. 

lunes, 13 de febrero de 2012

Hombre ausente

Todo comenzó con la muerte. Ella no va a volver jamás.  Nadie le devolverá al hombre el amor que ella le daba. Luego del velorio él había decidido tomar un avión; marcharse de todo lo que le hacía recordar.  La decisión fue mala desde el comienzo. Le había llevado rosas amarillas. La primera mujer que se sentó a su lado olía a ella.  El aroma lo deshizo despertando el recuerdo de la piel. De las manos y muñecas. ¡Maldita piel!, - pensó-,  si tan sólo no existiera.
-      
-         -  Por favor, ¿podría cambiarme de asiento?

Ya era tarde.  Lo que el aroma había provocado ya nada ni nadie lo volvería a adormecer. Guardó las manos en el bolsillo buscando la nota en donde tenía los horarios del tren que se tomaría luego de bajar del avión.

Aquello era un gran ave blanca transitando entre medio de un oscuro manto negro aterciopelado.  Fuera no había nada, ni si quiera una mísera estrella. Dormían. Todo era silencio.
Esa soledad que a veces lo invadía lo llevaba a  pensar en otro sitio, y otro tiempo en el que él podría ser un payaso de pelos verdes y enredados que tenía como objetivo de vida lograr un viaje  al horizonte. Tal vez un payaso que navegara un barco de carga. Y que dentro del barco llevara patrullas de pingüinos que obedecían al mandato de sus piruetas.

El personaje era feliz mientras los pingüinos lo acompañaban.

El hombre no sabía por qué pensaba en esas cosas.
Sin duda eran historias que lo alejaban de la tierra. Lo alejaban de la gente. De ella; de la muerte y del mundo.

Anunciaron el aterrizaje.

Hubiese querido que ese momento nunca llegara.  Vivía en él la sensación de que si resistía más tiempo en la oscuridad podría resolver cualquier sentimiento encontrado. Cualquier problema.
Los hombres comenzaron a caminar en filas levantando sus equipajes y transitando a paso lento hacia dentro del aeropuerto. La mayoría llevaba gabardinas y todos parecían detectives que marchaban con un destino bien definido. Pero él no. Él era diferente; no tenía ningún rumbo marcado. No tenía tampoco –parecía- ningún caso que resolver.

Con el primer pie puesto en la tierra se encargó de conseguir una cajilla de cigarrillos, y dejarse llevar por el aroma del tabaco rubio y suave ¿En qué había pensado?, huir del lugar de los recuerdos sólo había conseguido acentuar la cinta cinematográfica que cargaba en su cabeza.

El sabor en la boca, la mirada oculta tras gafas negras de sol y una pequeña valija donde guardaba lo que él había decidido llamar antes de partir “la lista de cosas que se necesitan de verdad”, esa postura y otras cosas era lo que  lo mantenían de pie. Con esa elegancia y discreción.  Con ese dolor que olía a whisky para no mojar la almohada.  “Los hombres no lloran” le había dicho su abuelo cuando él tenía cinco años. Lo había recordado siempre durante todos los años de la adolescencia.  Y ahora volvía a hacerlo:

Había estado en el jardín juntando leños para encender la estufa. Se había clavado una espina. Y había llorado. El abuelo se había limitado a refunfuñar. Le había quitado el tronco de las manos con cierta brusquedad. Había echado a Flora,  la abuela, cuando ésta se acercó con un botiquín de primeros auxilios, y junto al botiquín toda su maternal dulzura.

Déjame ver, mi amor –  había dicho la abuela al niño. No lo malcríes – había contestado  el abuelo. ¿Quiere un vaso de Coca Cola chiquitín? ,  - preguntó la abuela al nieto.  No, gracias, había contestado por lo bajo. Déjalo que crezca de una vez, interrumpió el abuelo.  ¿Un heladito? ¿Un flan? Siguió interrogando la señora.  Helado, sí, un poco, había dicho el niño. Levanta los troncos que quedan – dijo el abuelo. La abuela no interrumpió y acto seguido el niño había quedado bajo la lluvia levantando  troncos que pensaban más que él.

Se había desatado una tormenta. Al salir del aeropuerto las calles de la ciudad estaban ensopadas por completo. La gente corría de un lugar a otro huyendo de la lluvia.
Decidió caminar arrastrando su equipaje a un café cercano. Una pareja feliz tomaba la merienda del otro lado del vidrio.  Recordó una ida a la playa, a pesar de que a simple vista  parecía que la lluvia nada tenía que ver con la arena.

El mar estaba calmo. Las olas rompían en la orilla bajo un cielo a punto de estallar en agua. Los pies descalzos crujían junto con las tablas del piso. Él se había hamacado en la mecedora esperando que diera la vuelta y lo viera. La observó.

Pensó que ya se conocían. Ellos habrían querido ir a Paris siempre.

Dijo:
En algún sitio del cosmos las personas se agrupan según sus sueños. Y usted y yo hemos tenido los mismos sueños.

Respondió:
Y usted, ¿cómo sabe?

Dijo:
No lo sé. Sólo lo sé. Conozco sus movimientos, no sé explicarlo. Pero le conozco, y eso a veces me provoca ganas de llorar.

Da la vuelta, avanza, y responde:
¿Llorar? ¿Por qué habría de llorar?

Dice:
Es una tristeza extraña.

Responde:
¿Por qué tristeza? ¿Y por qué extraña?,  no le temo a la tristeza.

Dice:
Usted hace muchas preguntas que yo no sé responder.

El viento sacudió las ropas. Voló arena hacia el oeste. Sintió deseos de acercarse un paso más. De a ratos  tenía breves impulsos de llegar a donde estaba ella. De traspasar el cuerpo.  Pero se quedó inmóvil. Mientras la observó estática recordó todas las veces que había tenido algo para decir y no lo había dicho. Él siempre sentía que había un muro entre su mundo, el mundo, y el mundo del otro.  Sentía que cuánto más se decía más crecía la distancia.

Ella ya no estaba.

Y del otro lado del mundo, en medio de una ruta, caminando de espaldas, un hombre de gabardina cumplía con su misión.

Y él allí haciendo de cuenta. El hombre que nunca estuvo. “El hombre nunca estuvo allí". El rostro. El peinado. El blanco y el negro. La ausencia. El humo del cigarrillo. ¿Dónde había estado realmente ese personaje que se había mostrado todo el tiempo, y sin embargo ausente?